CATEDRAL DE CAMAGÜEY
9 DE ABRIL DE 2010
Excelencia Reverendísima,
Queridos Sacerdotes y Religiosas,
Queridos Diáconos,
Queridos Catequistas,
Queridos fieles todos,
Con la alegría de la semana de Pascua, que nos da la ocasión de renovar nuestra fe en Cristo Resucitado, me encuentro hoy aquí para celebrar por primera vez la Eucaristía con esta parte del Pueblo de Dios de la gloriosa Arquidiócesis de Camagüey. Me siento verdaderamente feliz.
Saludo cordialmente a cada uno y en particular a su querido Pastor, Su Excelencia Mons. Juan García Rodríguez, a quien le doy las gracias por haberme querido invitar a pasar algunos días entre ustedes. Le agradezco sobre todo, también a nombre de la Santa Sede, por su ejemplo de profunda espiritualidad y por el servicio pastoral que con desinteresada dedicación, mirada de futuro e incesante celo misionero, está desarrollando para el crecimiento del Reino de Dios en la noble tierra camagüeyana. Que el Señor lo bendiga, lo sostenga y le dé el gozo de abundantes frutos apostólicos.
Estoy aquí en medio de ustedes como Representante del Santo Padre. Le doy las gracias por la calurosa acogida que creo no sea sólo a mi modesta persona, sino a lo que represento. Hoy nuestro pensamiento va dirigido expresamente al Papa que en estas semanas ha sido objeto de inauditos, oportunistas y ataques manipulados por parte de periodistas interesados en enfangar la figura del Vicario de Cristo y no en la búsqueda de la verdad. A él va nuestra oración, nuestro afecto, nuestra solidaridad.
Deseo rendir honor a esta tierra notable por sus tradiciones culturales y civiles que, según me dicen, la hacen única en Cuba, pero sobre todo deseo con ustedes agradecer al Señor por las profundas raíces que la Iglesia católica, a través de los siglos, ha sabido implantar. Esta es la tierra donde ha realizado su ministerio el Beato José Olallo y donde ha germinado su santidad. Esta es una tierra de buenas vocaciones sacerdotales y religiosas y de esta tierra han sido llamados recientemente tres sacerdotes para desempeñar el ministerio episcopal en tres diferentes diócesis cubanas. Es una heredad de la que deben estar orgullosos, pero de la cual deben sentir la responsabilidad de no desperdiciar.
Siguiendo esta gloriosa tradición eclesial, tiene pleno significado la conmemoración que en esta Eucaristía queremos dar a Su Excelencia Mons. Adolfo Rodríguez Herrera, digno y celoso Pastor de esta Arquidiócesis durante cuarenta años y que entró en la gloria eterna en el dos mil tres (2003). Fue un Obispo que por muchos años vivió en medio de ustedes dejando un recuerdo impresionante de pastor totalmente dedicado a Dios y a la Iglesia.
Perduran llenas de luz y dignas de reflexión las palabras que pronunció poco antes de morir acerca de la visión que tenía de la Iglesia en Cuba:
«Nuestro sueño es que la Iglesia cubana sea la Iglesia, y nada más; y que las instituciones civiles de la Patria sean las instituciones civiles, y nada más. Y que la Iglesia pueda ser en Cuba la Iglesia de la caridad, del servicio, de la comunión, de la misión».
Como Nuncio Apostólico llegado a su amada tierra cubana desde hace pocos meses, observo y trato de descubrir la verdadera identidad de la Iglesia cubana.
Parece evidente que la Iglesia de Cuba vive un largo período de travesía por el desierto. No puede expresar con actividades concretas toda la capacidad que la fantasía del Espíritu le dicta para actuar en el campo formativo, intelectual, asistencial y estar atenta a las múltiples exigencias de la gente que vive a su alrededor. Se encuentra limitada en su presencia pública y encerrada en los límites de los atrios de sus templos. Ante tal situación, la tentación, fruto de una mentalidad mundana que lleva a medir el valor de la propia existencia en las capacidades operativas, está siempre latente, y puede llevar a la Iglesia de Cuba a sentirse inadecuada para realizar lo mejor de su misión. De ahí que, para algunos de sus miembros, existe el riesgo del desaliento y de la huída hacia otros lugares menos problemáticos.
Es una visión que quiere separarse de la contemplación del Gólgota, donde hemos aprendido que la fecundidad de nuestra acción evangélica depende de la Cruz y no tanto de nuestras dotes o de nuestros esfuerzos humanos. Es sobre la Cruz que Jesús, reducido al punto más bajo del envilecimiento humano y de la ignominia, alcanza la cima de su gloria: “y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré todos a mí” (Jn 12, 32). La cruz, emblema del aniquilamiento y de la inactividad humana, se convierte en el lugar más eficaz de la acción ministerial, en cuanto sólo en ella y con ella es que actúa la salvación. La Iglesia que vive el sufrimiento de la inactividad visible, mirará por tanto la Cruz para tomar fuerzas y dar significado a su acción silenciosa inspirada al igual que el Crucificado en el amor gratuito y total.
La Iglesia, purificada y fecundada por el dolor de la cruz, estará en condiciones de manifestar mejor su verdadera naturaleza. Como sabemos, ella es la realización histórica del proyecto primario de Dios: el lugar donde Él puede hacerse sentir presente entre los hombres. La Iglesia es la continuación del Cristo hecho Verbo que ha querido habitar entre los hombres. Ella es el icono de Dios, la Tienda del Altísimo, el lugar de Dios entre los hombres.
A la Iglesia le ha sido confiada la responsabilidad de eliminar cualquier tropiezo que pueda impedir la percepción de la presencia de Dios en su seno. En sus obras y en sus miembros está llamada a ser transparencia de Dios.
La Iglesia en Cuba se encuentra en las condiciones históricas de manifestar la esencia de su ser, y las personas de buena voluntad sedientas de verdad y de lo infinito no deberían por tanto encontrar dificultad en descubrir el misterio del Dios invisible que obra en ella. En su sincera búsqueda de Dios no les ayudará la admiración de las grandes obras educativas, asistenciales, constructivas, logísticas que muchas veces acompañan a la Iglesia de otros países, provocando en ellos la interrogante sobre la naturaleza de la Iglesia. El impacto con los hombres y mujeres llenos solamente de Dios es lo que les hará admirar y encantarse de la belleza de la vida evangélica.
La Iglesia podrá ser despojada de cualquier estructura y sostén humano, pero nadie podrá impedirle ser portadora del amor de Dios hacia la humanidad. El desafío lanzado a la Iglesia cubana es un desafío totalmente evangélico. Privada de consistentes medios humanos, cuenta sólo con el poder de Dios; privada de iniciativas capaces de acaparar la atención pública, desea hablar de sí contando con la eficacia de la consigna de Jesús confiada a sus discípulos poco antes de morir: “por esto reconocerán que son mis discípulos, si se aman unos a otros” (Jn 13, 35).
Nuestra fuerza de atracción se medirá, por tanto, por la intensidad del amor que habrá entre los discípulos de Jesús.
Sí, queridos sacerdotes, esmérense para que, sobre todo, entre ustedes y con el Obispo reine siempre la comunión, hagan actual las palabras de San Ignacio de Antioquía a los Efesios: “Estén unidos a su Obispo como las cuerdas de la lira” (Ad Efesios, 4).
Construyan con sus fieles auténticas comunidades eclesiales, en las cuales la caridad de Dios resplandezca siempre y se pueda repetir la misma admiración de los paganos hacia los primeros cristianos: “Miren cómo se aman”.
Hagamos nuestra la invitación de Juan Pablo II a aceptar el desafío del Tercer Milenio, iniciado hace poco tiempo, para edificar la Iglesia como casa y escuela de comunión. Sin comunión está comprometida la credibilidad de nuestro testimonio, en efecto como dijo el Papa, sin la caridad entre sus miembros, los “instrumentos exteriores de comunión” correrían el riesgo de convertirse en “aparatos sin alma” o más aún “máscaras de comunión”.
Como Nuncio Apostólico estoy con ustedes para servir a esta Iglesia que con sus sufrimientos no se repliega en sí misma, sino que tiene la mirada hacia la Resurrección, de cuyo anuncio desconcertante quiere ser un testimonio vivo y de cuyo acontecimiento quiere tomar fuerza y esperanza en la espera de los cielos nuevos y las tierras nuevas. Deseo colocarme al lado de ustedes en el camino de la historia de su Iglesia y compartir con ustedes las penas y las alegrías.
Que la Virgen de la Candelaria, Patrona de la Arquidiócesis, nos ayude a todos a conservar intacta la llama de la fidelidad a Cristo y, así como ofreció al Niño Jesús en el Templo, acompañe hoy la disponibilidad de cada uno de nosotros a dar lo mejor de sí mismo para la edificación y la expansión de la Iglesia en esta tierra conforme al proyecto de Dios que la quiere luz para los hombres y lugar de amor y de paz.
Amén.
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